domingo, 30 de septiembre de 2012

Torre al sol

Cada mañana al amanecer creaba una torre nueva. Una torre de nueve lunas. Una basta columna de fuego. Un río entre la Tierra y el cielo.

Sus manos se amalgamaban al sol de cristal grabado en su pecho, y besaba sus dedos uno por uno en silencio mientras repetía el ritmo sagrado.

Cada torre era un río luminoso que se vertía cuidadosamente en el vientre de la Tierra. Un halo de luz que surgiría durante cada primavera como un enigma en la belleza de las formas.

Una cascada se precipitaba desde la corona añil de la antigua reina e innumerables colores quitaban el velo a los viajeros sin destino. Éstos se bañaban en cristales vibrantes, sin saber que lo hacían. Comenzaban a ver detrás de las formas. A descubrir con sus manos lo impalpable. Esa fina harina que nutre a cada ser. Esa levadura milenaria que hace crecer a los árboles, las aves, los retoños, que da vida a los ríos, las montañas y los cielos.

Mil vientos dorados se acercaban desde las cuatro direcciones y se enredaban en espirales para adorar la creación. La reina madre se regocijaba en sus bendiciones.

Los dioses cuando descansan se sueñan a sí mismos. Sienten en su piel desde el movimiento de los océanos hasta las diminutas gotas de rocío que besan los labios de las orquídeas.